Decíamos ayer…
Parece que, en el mundo culinario, los tiempos de los polvos blancos, aparatos sacados de la NASA, humos de la bruja avería y las precisiones milimétricas, han pasado a mejor vida. Nunca mejor dicho, porque de ocupar un papel central que no les correspondía en la escena culinaria, han pasado a ser elementos tan habituales como la sal o la túrmix: han pasado de ser un fin a un medio, lo que siempre debieron ser.
En estos tiempos nuevos lo que se lleva es la sostenibilidad, la salud, la proximidad, la tradición reinventada. En este escenario, destacan con fuerza las fermentaciones: una tecnología ancestral de procesado de alimentos que ha tenido un curioso devenir. Pasó de ser parte de la tradición del procesado de alimentos de casi todas las culturas, a industrializarse y tecnificarse durante los siglos XX y XXI, para acabar siendo la bandera de la nueva vuelta a la tradición en la alta cocina. Pero dejemos de lado las disquisiciones, que me meto donde no me llaman. Pasemos a la acción.
Un alimento fermentado es aquel en el que una materia prima, mantenida en unas condiciones determinadas, sufre una serie de modificaciones por la acción de diferentes microorganismos, de tal manera que se obtiene un producto más conservable y normalmente más apetitoso.
Tradicionalmente la presencia de aquellos microorganismos que realizan las modificaciones perseguidas y deseadas (y no de otros, patógenos o alterantes) se conseguía mediante el establecimiento de las condiciones que favorecieran el crecimiento de los beneficiosos e inhibieran el desarrollo de los indeseables. En la actualidad, a esta estrategia del control de las condiciones ecológicas se aúna la adición desde el comienzo del proceso de un número elevadísimo de aquellos microorganismos deseados, denominados en este caso “cultivo iniciador” o muy comúnmente “starter”. En realidad, este procedimiento se realizaba también en muchos casos en el procesado tradicional: se tomaba una porción del producto ya fermentado que contenía los microorganismos deseados en unos niveles muy elevados, y se adicionaba al siguiente lote (yogur, sin ir más lejos).
Me preocupa mucho que en los cursos y seminarios que he visto sobre fermentaciones culinarias, se suele hacer nula o escasa referencia a los parámetros ecológicos que controlan y modulan el crecimiento de los microorganismos. Y por ende, se suele hacer caso omiso a la seguridad alimentaria en torno a las fermentaciones culinarias. Pero esas condiciones ecológicas son cruciales, no solamente para no acabar produciendo algo repulsivo, sino aún mucho más importante, para no terminar en el hospital o dos metros bajo tierra. Parece existir la creencia de que, al tratarse de preparaciones tradicionales, la salubridad está asegurada. Algo así como “si se ha hecho siempre así y no ha pasado nada, el proceso es garantía de seguridad”. Pues no señora: es absolutamente necesario tener claro cómo esas condiciones modulan el crecimiento de unos (los buenos) y otros (los malos) microorganismos. Estoy hablando de aspectos tan básicos como el pH (acidez), la temperatura, la actividad de agua, el potencial redox, o la adición de compuestos con actividad antimicrobiana. Su conocimiento y control marca la frontera entre un brote alimentario y la obtención de un producto seguro. Entre pasarse la noche sentado en el trono de porcelana, o disfrutar de matices sápidos y aromáticos.
Otro aspecto que me ha llamado la atención es la tendencia a asociar la presencia de una abundante población microbiana con unos efectos milagrosos sobre la salud. Por ejemplo, recientemente asistí a una ponencia en la que continuamente se afirmaba que los fermentados (así en general) tenían efecto prebiótico y probiótico. Por lo tanto, he constatado que existe un gran desconocimiento de los diferentes tipos de microorganismos que participan en las fermentaciones y de sus potenciales efectos sobre la salud y sobre las características del producto. Y también y por extensión, de los microorganismos que nadie quiere que aparezcan allí, como patógenos y alterantes. Saber quiénes son los actores principales en esta obra es de obligado cumplimiento si uno no quiere que el azar se convierta en el dueño de sus resultados.
Finalmente, me resulta también curioso el desconocimiento que parece haber sobre la variedad de productos fermentados que existen. En esa misma ponencia que mencionaba anteriormente, se afirmó que nuestra gastronomía es pobre en fermentados comparada con la tradición oriental, y que solamente teníamos los encurtidos. Algo así como que se asocia fermentados a fermentados orientales, obviando productos como embutidos, quesos, salazones o marinados, que forman parte de la tradición culinaria de nuestra área geográfica desde tiempos inmemoriales.
En las próximas entradas intentaré resumir algunos de estos conceptos de manera resumida, que para verlos en detalle ya están los libros de texto.
El cuadro es “Lanzarote-13”, de Miquel Barceló

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